“La fuerza de voluntad es concreta, no etérea. Cuando haces algo, demuestras tu fuerza de voluntad, y se vuelve más fácil tener el mismo poder de voluntad la próxima vez. Cuando realizas tu asana, estás demostrando físicamente la fuerza de voluntad en la expresión de los músculos. La fuerza de voluntad no está solo en la mente, también está en el cuerpo.” – B.K.S. lyengar
Mis ojos se abren, adaptándose a la luz de la mañana. Mi cabeza aún está confundida por el sueño. Me doy la vuelta y siento que una áspera pata roza mi brazo: mi perro quiere salir. Tomo mi teléfono y me quejo al ver la hora. Son las 6:30 de la mañana de mi día libre.
Bostezo y me estiro, descubro que mi cuerpo se siente bien, normal. Quizá demasiado bien. Ayer asistí a una clase de yoga por primera vez en semanas. Sin embargo, ni un centímetro de mi cuerpo se siente dolorido. El objetivo de la clase era pranayama (control de la respiración). Si bien sé que el pranayama es un aspecto importante del yoga, me decepcionó que la clase no se enfocara en las asanas.
Una vez que dejé salir al perro y bebí una taza de café, actualicé mi estado de Facebook: “¿Es normal que me sienta desilusionada al no sentir dolor después de una clase de yoga?”
La pregunta que he publicado es retórica y la planteo con un tono de broma, pero me sorprende que parezca raro querer ejercitarse físicamente con el yoga. Luego de publicar esa pregunta, recibí algunas respuestas diciéndome que “el yoga no se trata de sentir dolor”. Y sí, eso lo sé. Tengo claro que el yoga no se trata solo asanas. Sé que hay ocho ramas. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que me gusta el ejercicio que proporcionan las asanas. La verdad es que sí, hago yoga para ejercitarme.
​​​​​​​La pregunta que he publicado es retórica y la planteo con un tono de broma, pero me sorprende que parezca raro querer ejercitarse físicamente con el yoga.
La primera clase de yoga a la que asistí fue una sesión de “Mamá y yo” que se desarrollaba en una vieja fábrica en la parte industrial de la ciudad. Mi sobrina de siete años recién se había mudado con nosotros, luego de la trágica pérdida de su madre, y yo estaba buscando algo que pudiéramos hacer juntas. En aquel momento, pensaba que me encontraba físicamente en forma, pero me asombró lo difícil que me resultaron algunas de las posturas y lo débil que me sentí. Si bien esta clase estaba enfocada en los niños, logró encender mi llama interior.
Poco tiempo después, comencé a practicar yoga en el gimnasio de mi barrio. Luego empecé a asistir a distintos lugares, incursionando en diferentes estilos de yoga con una gran variedad de instructores, yendo de una clase de yoga a otra. Cada clase tenía algo único que ofrecer y cada una me impactaba de una manera diferente. Sin embargo, aún no había encontrado exactamente lo que estaba buscando. Hasta que probé una clase de yoga Iyengar.
Mientras miraba al profesor de Iyengar mostrar posturas que nunca habría imaginado que pudiera realizar, algunos pensamientos pasaron por mi mente: “¿Quieres que apoye mi pie sobre la pared y haga qué? ¿Quieres que me doble hacia atrás sobre una silla?” Desafíos como estos casi me hacen abandonar las prácticas. Pero cada vez que finalizaba la clase, mis músculos temblaban, mi piel estaba empapada en sudor y me sentía un poquito más fuerte. Este sentimiento me acompañaba por unos días. Me sentía bien transpirar y lograr (o por lo menos intentarlo) posturas que no imaginaba que podría llegar a ejecutar. Sobre todo, me gustaba sentirme más fuerte.
Esta clase no solo me proporcionó un entrenamiento físico, sino que también me forzó a enfrentar a mi propio ego mientras luchaba por conseguir el equilibrio. Me desafié a mí misma a mantener una postura por más tiempo y sentí como mis músculos quemaban con el ejercicio. Comencé a aprender más sobre quién era yo y quién no era. Descubrí mis puntos débiles y mis puntos fuertes, no sólo físicamente sino también mental y emocionalmente. Aunque no me gusta pedir ayuda, aprendí a hacerlo cuando me sentía insegura sobre una postura o no sabía cómo usar un accesorio. Aprendí a salir de una postura cuando ya no podía mantenerla y a ir un poco más allá para superar viejas limitaciones.
El yoga Iyengar era muy distinto a las clases de yoga a las que había asistido previamente, debido a su foco en la alineación y precisión. ¡Y también por los accesorios! Yo ya había practicado con elementos de apoyo pero, en el yoga Iyengar, su uso se describía de forma más específica y profunda que en cualquier otra clase de yoga que yo hubiera asistido. La claridad, el detalle y las descripciones casi matemáticas parecían eliminar toda ambigüedad que quedaba en mi mente. Explicaciones como “coloca tu pie ‘aquí’, dobla tu rodilla en ‘este’ ángulo, coloca las manos ‘aquí’ en tus caderas”, le dieron a mi mente puntos donde enfocarse. Este estilo de yoga era perfecto para mi mente indisciplinada y con tendencia a divagar. Me permitía perfeccionar la forma que mi cuerpo debía adquirir y mi “mente de mono” se tranquilizaba.
Al adentrarme más en las asanas, asistí a un grupo de estudio de yoga sutra que mi instructor impartía. Pronto aparecieron cambios positivos en mi vida. Comencé a comer saludablemente, a ser más consciente de lo que estaba ingiriendo y a reflexionar sobre cómo me afectaba cuando mi cuerpo no se movía tanto como debía. Empecé a realizar meditación y tomé como guía el Bhagavad Gita. La práctica de asanas me fortalecía físicamente y ejercía como un catalizador de los cambios que estaban experimentando los diferentes aspectos de mi vida.
Cuando sobrepasé los límites de lo que pensaba que mi cuerpo era capaz de lograr, sentí que me desarrollaba completamente como persona (mental, física y emocionalmente).
Todos parecen tener una opinión sobre lo que es el yoga o lo que debe ser y lo que deberíamos obtener de esta práctica. Y, como sucede con la mayoría de las opiniones, cada uno cree que su pensamiento es el correcto. En cuanto a mí, puedo decir que sí, yo hago yoga como ejercicio y no, no me avergüenzo al admitirlo. Cuando me siento un poco dolorida luego de una clase, pienso que es porque me esforcé un poco más. Ese dolor representa un recordatorio de la fuerza que puse en mi práctica. Les puedo decir que, cuando sobrepasé los límites de lo que pensaba que mi cuerpo era capaz de lograr, sentí que me desarrollaba completamente como persona (mental, física y emocionalmente).
Entonces sí, hago yoga para ejercitarme: ejercito mi mente, mi alma y mi cuerpo.
“Si uno mantiene un objetivo máximo, el autoconocimiento llegará. Digo esto porque tu mente e inteligencia se mueven más profundo en tu interior, acercando la mente al ser, al centro de la existencia. En el momento en el que vamos un poco más allá de lo que el cuerpo quiere estamos más cerca del ser. En cuanto decimos ‘estoy satisfecho’, la luz de la conciencia y la atención se desvanecen”.
—B.K.S. Iyengar, Light on Life: The Yoga Journey to Wholeness, Inner Peace, and Ultimate Freedom.